Cuando suena Calamaro

Oct 10, 2025 | Bitácora

Hay música que se queda a vivir con una. A veces vuelve para recordarte quién fuiste, o quién sos todavía, aunque el tiempo haya pasado. 

La banda de sonido de mi adolescencia fue el Calamaro de los ‘90. Lo escuchaba todo el día: encerrada en mi habitación de Bahía, en las vacaciones con mis primos, en el viaje llegando tarde a la escuela, con mis amigas. Cantaba con euforia, me sabía todas las letras. Era muy fan. Sentía que todas sus canciones me hablaban. Mi mejor recuerdo: haber chapado con el chico que me gustaba, una primavera en Monte Hermoso, en la playa, mientras amanecía y en el parador sonaba “Dulce Condena.” ¡Listo!, pensé. Esto es amor.

Ese absolutismo de la adolescencia se dejaba ver. Cada amor era el amor, cada ruptura era el fin del mundo, cada verano tenía algo de eternidad. Vivíamos con una intensidad que hoy me resulta casi imposible de reproducir. Era una época en la que todo ardía: las canciones, los encuentros, las ganas de que la vida empezara de una vez. Y en medio de todo eso, la música que inmortalizaba secuencias.

Hace unos días, en uno de mis trayectos en bondi al taller, irrumpe en mi playlist “Diez años después.” Canción himno, si las hay. No sé si la tienen muy presente, pero hay una frase que dice: “Estamos en la Tierra cuatro días y el cielo no me ofrece garantías.”

Hablando de intensidad adolescente… me pienso hoy. 

Con los años, una se va calmando, o al menos eso parece. Nos volvemos más prudentes, más medidas. Empezamos a elegir con la cabeza, a protegernos del golpe, a evitar lo que incomoda. Nos pavimentamos. Nos hacemos caminos seguros, lisos, predecibles. Y en ese afán de evitar el tropiezo, a veces también dejamos de correr. Pero de golpe, algo se enciende. Una idea, una persona, un deseo, una canción vieja que suena y te devuelve una parte de vos que creías olvidada.

Y entonces vuelve esa sensación de vivir #condetodo, de no calcular, de no pensar tanto. De sentir que, aunque no haya garantías, igual vale la pena apostar. Quizás de eso se trate todo este asunto de la adultez: de no pavimentarse del todo. De dejar algunas zonas de tierra, aunque se te llenen de barro cuando llueve. De seguir buscando lo que te enciende, lo que te saca del piloto automático. Porque mientras algo nos prenda fuego por dentro, todavía vale la pena quedarse a mirar cómo arde.

 

¡Gracias por leerme!

Y no te olvides: estás en casa.

Juli Petiribi

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